Foro Ramón Carrillo

Destinado a resignificar las políticas públicas del Primer Ministro de Salud de la Nación Argentina a la luz de Alma Ata y el Movimiento de Salud de los Pueblos

jueves, 20 de mayo de 2010

Floreal Ferrara


¿Quién de los que somos trabajadores de la salud no lo ha conocido? ¿O no ha compartido con él algun trecho de camino?
La última vez que lo vi y luego de escuchar su verba apasionada, instando a continuar trabajando y batallando por la justicia social y por ende por la salud para todos,lo abracé y le agradecí su inyección de energía. Me contestó: "a vos, piba, te quedan unos cuantos años de lucha por delante"...Y me impulsó a dejar de lado el cansancio y el desgaste. Por eso sigo....Gracias Floreal.
S.E.R.

Domingo al mediodía; se fue Floreal Ferrara.
El mundo luce un poco más gris.
La esperanza más lejos.
Fue peronista cuando estaba prohibido,
charlaba con Carrillo y con Evita,
un semidiós silenciando el dolor, alejando la muerte.
Intensa fue su risa. Profundo su desprecio.
Que cundan los pequeños espejos donde estalló
su ira.
Tiemblen los canallas a quienes les clavó el ojo.
Tibios en la noche de invierno los amigos, los amores,
el olor de los libros,
los viejos compañeros.

Pedro Cazes Camarero

El Grito Argentino.
Reportaje a Floreal Ferrara: La salud como pasión política
Es difícil presentar a un personaje tan rico y complejo como el doctor Floreal Ferrara.
Hombre de la misma generación que Walsh, Cooke, Ongaro, Berta Braslavsky, Viñas o Rozitchner, es sanitarista, peronista revolucionario –según definición propia-, discípulo de Ramón Carrillo, estudioso de la filosofía más avanzada y ex ministro de salud de la provincia de Buenos Aires.
Hombre de militancia vitalicia, podemos perfilarlo si partimos de un dato: para Ferrara la salud no es –nunca- un problema “técnico”, un “tema sólo científico”, y mucho menos una cuestión administrativa o “económica”, sino ante todo y después de todo un asunto ético y político. Es una dimensión esencial de la vida social y del orden político.
Pensar la salud y actuar sobre ella es, entonces, siempre y necesariamente pensar y actuar ética, ideológica y políticamente. Hacer algo con la salud es hacer algo en y con la sociedad, con la participación de las personas: a través de la política. No hay neutralidad en los saberes sobre la salud, sino siempre toma de partido. Explícita o bien inconfesa, pero no por eso menos efectiva. La salud es infaltablemente política.
Partiendo de este punto, escuchémoslo.

El Grito Argentino: Floreal, ¿por dónde querés empezar?
Floreal Ferrara: Déjenme empezar con una anécdota que me contó Enrique Pichón Rivière, y que se refería a algo que ocurrió cuando se encontró por primera vez con Lacan. Lo invita a comer a una casona fantástica, que era el lugar donde había vivido el Conde de Lautréamont. Lo reúne con otra gente de primer nivel en el ámbito de la cultura, pero lo primero que le dice Pichón Rivière a Lacan, ni bien empezada la conversación, ¿qué es?: “Mire, todo el mundo dice que lo que estamos haciendo está muy bien, que es un gran aporte. Pues bien: no está muy bien. Yo lo voy a destruir. Hay que hacerlo de nuevo. Y para hacerlo mejor hay que deshacerlo primero. Así que eso es lo que voy a hacer.” Pichón estaba hablando de su propia obra, eh. Y… ¿qué quiero decir con esto? Que una actitud revolucionaria requiere siempre una mirada implacable, crítica, pero sobre todo crítica con lo que nosotros mismos somos y hacemos. Para hacer las cosas bien, muchas veces hay que borrar lo anterior. Es jodido, pero es así. Y eso requiere valentía, mucha valentía. Nosotros, me parece, estamos, en este momento, en un punto así en cuanto a lo político se refiere. Para hacer las cosas verdaderamente bien tenemos que dejar de mirar con complacencia lo hecho hasta ahora.
E.G.A.: Pero, ese “nosotros”, que tendríamos que “hacer las cosas bien”, quién vendría a ser: ¿quién, hoy, puede encarar un proceso de cambio radical en nuestro país?
F.F..: Bueno, ese es todo un tema. Pienso que la construcción de las herramientas para el cambio, cuando el cambio es un cambio de fondo, de la sociedad toda, de la manera de vivir de todos con todos, pasa también por lo institucional. Pero entonces uno se pregunta, es cierto, ¿quién, de todos los grupos que tienen algún poder institucional puede encabezar un proceso de cambio realmente transformador? Si uno enumera, encuentra que: o son los grupos económicos, o son los industriales, o son los trabajadores, o son los partidos políticos, o es la Iglesia. Pero, los grupos económicos están comprometidos con el statu-quo -lo defienden rabiosamente-, los industriales están absorbidos por su propia sobrevivencia y no tienen proyecto de cambio –lo único que saben hacer es tocar la puerta de este o aquel gobierno, pero sin proyecto-, los trabajadores sindicalizados están en una situación parecida, y los partidos políticos juegan un juego de pura repetición, de lucha por los espacios ya existentes, sin ideas ni programas para la república. En cuanto a las organizaciones que forman parte del movimiento social, están todas fragmentadas. ¿Qué nos queda, entonces? La situación es compleja. No se ve claro el horizonte. Es necesario que alguien venga a llenar esta especie de vacío.
Y esto me hace recordar un momento de mi vida, que fue el signo del final de una etapa: cuando yo me voy de la Plaza de Mayo, aquél primero de mayo cuando Perón nos llamó “jóvenes imberbes”, me voy, y a la altura de la Pirámide de Mayo miro para atrás, lo veo y pienso -“el viejo se quedó solo… Carajo!”-, y me pongo a llorar, sin darme cuenta, porque sentía que en ese momento se había terminado una etapa de construcción. Esta situación por la que ahora atravesamos es exactamente al revés. Yo siento, ahora, que la etapa de construcción recién empieza. Y alguien tendrá que encabezarla. Es el tiempo.
E.G.A.: A tu juicio, ¿contra qué, exactamente, estamos luchando? ¿Qué tendríamos que construir?
F.F.: Te lo digo en dos palabras –aunque después haga falta mucho para saber cómo hacerlo (se ríe)-: luchamos contra la explotación. Luchamos contra un sistema social que le va sacando a quienes trabajan parte de su vida, y les va dejando apenas lo que necesitan para sobrevivir biológicamente, y a veces ni siquiera eso. A eso se le llama “plusvalía”, que no es un concepto de Marx sino de Ricardo, un concepto liberal. Y para ser más claros: eso se llama explotación. La explotación es el hecho más generalizado, más básico y más inicuo, al mismo tiempo, que sostiene todo nuestro sistema de vida. Contra eso luchamos, contra la explotación. No se trata de que “no haya más pobres”. Ese es un lenguaje del Banco Mundial, que quiere ocuparse de los pobres como si salieran de bajo las piedras. Los pobres son un resultado: son los que están en la pobreza porque fueron empobrecidos. Son los que están en la “intemperie social”, totalmente desprotegidos, abandonados. Y esto es el resultado de la explotación, que es el hecho básico, fundamental. Lo que hay que hacer, entonces es transformar la sociedad de la explotación, para que ya no haya explotación: cambiar el sistema social. Porque, además, la explotación es imposible sin sometimiento: genera sometimiento, produce sometimiento. Entonces, nuestro problema mayor no es la exclusión. Hay tres o cuatro palabras que se usan mucho, reinstitucionalizar, incluir, y alguna otra, con las que no estoy de acuerdo. Porque es como si sólo se tratara de traer “para adentro” a algunos que –vaya a saber por qué- quedaron afuera de un sistema social que, por lo demás, anda perfecto. Y esto no es así. No es así: es la explotación la que genera miseria, y a esa miseria total, terrible, destructiva de todo lo que es humano es a lo que llamamos, equivocadamente, exclusión. El sistema de vida en que estamos genera miseria y exclusión. Siendo así, no es posible pensar en “incluir”: hay que pensar en transformar lo que tenemos. Ir más allá de lo que conocemos. E.G.A.: Pero en esto de transformar, de ir más allá, hay como dos planos: el cambio del sistema social en su conjunto y las transformaciones que se pueden y se deben emprender, más inmediatamente, en ésta o aquella dimensión de lo social. Algunas son muy básicas, como la educación y la salud. En relación con esto, el otro día vos comentabas, en tu columna de “Estamos en el aire”-el programa de la Tecno-, que para resolver el problema de la salud hoy, hay que abandonar la vieja concepción hospitalaria de Ramón Carrillo, la de los grandes hospitales provinciales, municipales o nacionales, que hoy están destruidos, con médicos que se quedan un rato porque ganan mejor afuera, sin medicamentos, con déficit de camas, con déficits edilicios, con una demanda que los supera, con problemas de la gente para acceder a ellos porque quedan lejos, etcétera. Vos decías que no hay que seguir emparchando. Que hay que abandonar esa concepción para avanzar en otra dirección. ¿Nos podés aclarar un poco más esto? ¿Cuál es el camino que deberíamos tomar?
F.F.: Mirá, hace sesenta años yo conversaba con Ramón Carrillo y él me decía: “el Estado es el responsable de la salud: a la salud hay que sostenerla desde el Estado. Es mi convicción. Pero cuando digo esto, me peleo con Eva”, me decía Carrillo. Y yo, que era un médico recién recibido, de 22 o 23 años, le pregunto por qué, ¿por qué se pelea con Eva? “Y… –me contesta Carrillo- me peleo porque ella dice que los establecimientos hospitalarios, y todo lo que tiene que ver con la salud, son del pueblo. Y si son del pueblo los tiene que manejar el pueblo. ¿Usted que opina?”, y me queda mirando, así, con esos ojos que te perforaban. Carrillo, un personaje. Y yo, todo chiquito, recién recibido, le digo: “Y… me parece que Eva tiene razón”. Y Carrillo explota: “¡¡¿No ve, no ve?!! ¡Son todos unos revolucionarios!” Y se calla de golpe. Me mira. Me agarra del brazo, y me dice, suavecito: “pero ustedes tienen razón. Ustedes tienen razón”. Entonces, ¿qué me estaba diciendo? Que había que cambiar ese sistema de administración centralizada en el Estado. Y yo tuve la suerte, con otros compañeros, de pensar que podía haber un camino diferente. Y yo tengo la ventaja, respecto de Eva, de que han pasado 60 años y puedo aprovechar de la experiencia que transcurrió. Desde esa experiencia sostengo que para resolver el problema de la salud hay que introducir con toda decisión en el campo de la salud la participación popular. El pueblo, las personas, tienen que ser los protagonistas del sistema de salud. No sólo sus usuarios. Hay perspectivas de construir un sistema de salud acorde con lo que el país necesita –éste país o cualquiera de los nuestros- sólo si hay participación popular. Si no, no habrá solución viable ni eficaz. Y ¿qué quiere decir participación popular? Que lo que hasta ahora son usuarios se transformen en co-administradores del sistema de salud. Que lo co-gobiernen. Como ustedes saben, yo tuve la oportunidad de hacer un ensayo al respecto cuando fui ministro de salud, primero con Bidegain, y después en la época en que gobernó la provincia de Buenos Aires Antonio Cafiero. Entonces, con mi equipo, pensábamos que una buena parte de lo que teníamos que hacer en el campo de la salud no estaba referido ni a Carrillo, ni a los hospitales, ni sólo al Estado, sino que estaba referido a la comunidad. Al conjunto de los habitantes de la República. Y entonces nos dimos cuenta de que las asambleas eran una institución central, decisiva, en el diseño de un nuevo dispositivo de salud que tuviera a toda la comunidad como protagonista. Cuando construimos ese instrumento que hoy miro –retrospectivamente- con cierta admiración, ese instrumento que fueron los atamdos (que quiere decir Atención Ambulatoria Domiciliaria de la Salud), recuerdo que cualquiera de los que intervenía en ese sistema sabía que todo lo que había que resolver lo resolvía la asamblea. Nadie más que la asamblea. Y cuando me refiero a cualquiera me refiero a los médicos que trabajaban en los atamdos, pero también al ministro de salud, que era la función que yo cumplía en ese entonces. Y la función de ministro me daba la oportunidad, por otro lado, de decirle al gobierno que a cada uno de los profesionales que intervenían en los atamdos había que pagarle lo mismo que cobraba el ministro. Y el gobierno aceptaba. Había cinco profesionales en cada atamdos: un médico, una enfermera, un psicólogo, un trabajador social y un odontólogo. Todos cobraban como yo, que era el ministro. Y cuando llegamos a implementar esto –llegó a haber, en nuestra prueba piloto, 150 atamdos para una población de 300 familias cada uno; es decir 1500 personas por atamdos, lo que representaba unas 225 mil personas cubiertas por la experiencia-, lo que ocurría es que cuando los miembros de cada una de esas 300 familias que formaban parte de cada atamdos se reunían en asamblea para resolver qué había que hacer, lo decidían realmente entre todos. Esto ocurría en 1987, en el gobierno de Cafiero en la provincia de Buenos Aires, y era increíble cómo funcionaba. Funcionaba de mil maravillas. Lo sé no sólo como ministro en mi despacho, sino porque yo iba a las asambleas. Participaba de ellas. Esto duró poco, unos 120 días, que fue lo que duró mi gestión. Pero dejó una enseñanza invalorable. Mostró que la participación de la gente, la participación popular en el gobierno de la atención a la salud, en el gobierno del funcionamiento del sistema de salud, que es de todos, no sólo es posible sino que es efectiva y eficaz. Es un camino de solución. Y esta es la cosa distinta que hay que introducir en la salud. Porque hoy en día la salud es algo que manejan exclusivamente los grandes laboratorios –que fabrican, comercializan y promueven medicamentos- y los médicos. De hecho, se llama “atención médica”. Pero ¡¿cómo “atención médica”?! Y los enfermeros, ¿no están? Los psicólogos ¿no están? Los trabajadores sociales ¿no están? Los bioquímicos, los laboratoristas ¿no están? Los pacientes, que son quienes tienen el principal interés, porque es SU salud, SU vida lo que está en juego, ¿no están?... No. Desde el punto de vista que domina hoy la salud, desde el punto de vista de la corporación médica –que es también el punto de vista de los grandes laboratorios-, no están, y no deben estar. Todos los que no son médicos son considerados simples subordinados sin poder de decisión ni significación más que como mano de obra. Y los pacientes son considerados como simples “consumidores”, usuarios sin protagonismo ni decisión. Pasivos, entregados, sometidos al sistema del que depende directamente su salud, su vida. Entonces, para modificar verdaderamente –y resolver- el sistema de salud y el problema de la atención de salud, hay que abrir el sistema de salud al protagonismo de todos los que participan como profesionales en él, pero también de la población que es su destinataria y que, por lo tanto, como decía Eva, es también su propietaria, y debe, por lo mismo, decidir. Gobernarlo.
E.G.A.: Si te entiendo bien, para que algo así sea posible es necesario, entre otras cosas, que los ministerios, el ejercicio de un poder público, estatal, sean concebidos no como un privilegio sino con vocación de servicio. Como un servicio a la república y a la comunidad. ¿No es así?
F.F.: Totalmente así. Si la política –y los políticos- no recuperan la vocación de servicio público, no hay transformación posible. A decir verdad, nosotros tratábamos de ejercer nuestras funciones políticas honrando esa vocación. Te cuento una anécdota personal, porque creo que expresa muy bien cómo tratábamos de hacer las cosas. En qué espíritu. Cuando yo era ministro de Bidegain –en los 70-, un día llegan dos tipos a visitarme. Se presentan, se acercan y me dicen: “ahí, sobre su escritorio, tiene usted un expediente que necesitamos que firme”. Y me señala la mesa, que estaba apartada unos metros de donde estábamos nosotros. El tipo entonces se levanta, va hacia la mesa y deja un sobre al lado del documento. Me doy inmediatamente cuenta de que se trata de una coima. El tipo vuelve, se sienta al lado mío y sigue con su explicación: “usted tiene que firmar el documento porque se trata de la compra de un betatrón”, me instruye. El betatrón era un aparato carísimo, importante, de última tecnología, pero que –según yo había consultado con unos colegas- no nos hacía falta: con la plata que había que invertir en ese sólo aparato podíamos comprar una serie de otros equipos destinados a los mismos fines, de tecnología más sencilla, pero que nos permitían hacer que cada región tuviera el suyo. Entonces yo lo miro el tipo y le digo: “Tráigame el expediente”. El tipo va a mi escritorio – a mí escritorio- y me lo trae. Claro, el tipo sabía que estaba ahí porque ya había coimeado a los que hacía falta para garantizar que el expediente estuviera en mi mesa de trabajo. Yo entonces abro el expediente y escribo: “El que firme este expediente a favor de la compra del betatrón es un hijo de puta. Además, es un traidor a la Patria”. Y firmo como ministro. Lo miro al tipo y le pregunto: “¿Está claro?”, y el fulano se queda en silencio, mirándome sin saber qué hacer. Entonces yo toco un timbre de emergencias que tenía en mi despacho, y cuando aparece la gente de seguridad les digo: “estos dos señores me querían coimear: van presos”. Y les entrego también el sobre con la coima para que lo depositaran en la comisaría, como prueba. “Entregue también esto: yo, ni bien estén en la comisaría, iré”. Y se los llevan. Al rato, una vez que los tipos estaban presos, me llama Bidegain, que era el gobernador, y me dice –esto es para que nadie se lo olvide- : “¡¿Qué pasó Floreal?!”, y yo le cuento, con lujo de detalles, a lo que él me contesta: “Floreal, estoy al lado suyo en todo y por todo. Si necesita apoyo acá estoy. Cuente conmigo. No afloje”. Siempre lo voy a recordar. Al rato me llama Carcaño, un teniente general de las Fuerzas Armadas, y me agarra a los gritos: “Usted tiene preso a un general de la Nación y no puede tenerlo preso porque no tiene la autoridad moral, ni legislativa, ni….”, y yo lo corto, en seco: “Mire: autoridad moral tengo de sobra. Pero si usted me sigue gritando, yo le corto”. Entonces el tipo se calma, se presenta, y me pide más amablemente que por favor libere a uno de mis “prisioneros”, porque es “un general de la Nación”. Yo le contesto: “no señor, yo no tengo preso a ningún general de la Nación, lo que yo tengo preso es a un par de delincuentes de la Nación”. Y ¿quién era el general que puse preso? ¡Era Fatigati!, que me venía a ofrecer 83 millones de mangos de coima. En fin, a las pocas horas fui a la comisaría, labramos un acta, rompí el cheque frente a testigos, dejé todo asentado, y los dejamos en libertad, por supuesto. Pero, para terminar este cuento, recibo la llamada de Bidegain, de nuevo. Me felicita, y me dice: “Bravo, Floreal: ese es el gobierno que queremos hacer”. Es lo que decía: gobernar era algo que se hacía para el país, para el pueblo, para la Nación. Era un compromiso y una responsabilidad. No un privilegio. Ojalá que volvamos a encontrar esa senda en la política. Nos hace falta.

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